LA REALIDAD COMO HISTORIETA
La lectura de “El
eternauta” no había sido planificada de ninguna manera. No sé por qué, ese
día, busqué el libro azul que contenía la historia de Oesterheld con dibujos de
Francisco Solano López, y me senté a releerla. Desde que mi trabajo me había
exigido quemar horas en la “compu”, ya
no revisaba mi colección de héroes y villanos de papel que tanto me gustaban y
que dormían en un estante perdido de la casa. Ese libro, particularmente,
pertenecía a la colección de Clásicos de la Biblioteca Argentina, dirigida por
monstruos como Piglia y Tcherkaski con prólogo de Juan Sasturain y eran “imprestables”.
Amaba esa colección en la misma medida que la olvidaba. Leer mientras tocaba
con las yemas de los dedos la hoja rugosa y amarillenta era un placer
inigualable, placer que compartía con el café y las películas de ciencia
ficción. La noche invitaba con su frescura y su calma.
Soy un hombre solo. ¡Bah! solo, es una manera de decir, ya que vivo con
mi compañera de vida y mis tres hijos, pero ninguno de ellos comparte mis gustos
y mis costumbres. Amo los libros y el cine. Amo las noches y las madrugadas. La
soledad, ese lugar tan temido para algunos y tan amado por otros, ha sido mi
compañera desde siempre. Pero, como toda paradoja de mi existencia, creo que la
clave de la vida se halla en lo colectivo, en lo grupal. Siempre admiré a
Oesterheld por esa mirada del héroe colectivo, del héroe en grupo, tan opuesto
a los personajes yanquis de las películas en donde un tipo mata a todo un
batallón sin sufrir ningún rasguño y se va con la mejor chica.
Esas primeras páginas de “El eternauta” me
identificaban notablemente: el trabajo de noche, la soledad, la escritura. También
Juan Salvo podría ser yo. Pensé que
una posible invasión a nuestro mundo en este momento podría ser fatal, un
meteoro chocando la tierra, un virus global…la historia me hizo pensar muchas
cosas. No me asombraban los hechos, ya que conocía la historia, me asombraba
que lo que estaba leyendo me generara esos pensamientos tan apocalípticos, tan
existenciales, algo que no me había ocurrido en las anteriores lecturas ¿Será
algo así nuestro final?, divagué. La
madrugada me descubrió llegando casi a la mitad de la historia. Esa lectura era
diferente, más íntima, más existencial. Solo me había pasado eso con “El
principito” que, leído en tres etapas diferentes de mi vida, me parecían libros
tan “distintos”. Este era otro eternauta, me hablaba a mí, me susurraba el
valor de la familia, de los amigos, de los vecinos, de los sueños…Suspendí la
lectura para dormir un rato, solo por rutina, aunque no estaba cansado. Pronto
la retomaría.
Mediodía. Como era habitual, me hablaron para
almorzar. No recuerdo que había soñado, pero mientras comía, Paola, mi
compañera de la vida, me comentó que en la televisión habían hablado del primer
caso de una persona contagiada con un virus nuevo en un lejano pueblo de China.
Los canelones restaban importancia a todo comentario en derredor. Asentí con la
cabeza por respeto y seguí comiendo. Me encantan las sobremesas pero esta vez
quería seguir leyendo a Oesterheld, a quien había dejado en la madrugada. Me
dirigí inmediatamente a mi estudio y busqué el libro. La notebook en la mesa me
incitó a chequear la noticia que había mencionado Paola, solo por curiosidad,
así que la encendí. “Virus nuevo”, “China”, “buscar” …Los portales de todo el mundo hablaban de ese extraño
virus el COVID-19, un “virus que se transmite de persona a persona a través de
pequeñas gotas de saliva conocidas como ‘microgotas
de Flugge’ y que había sido descubierto en un grupo de obreros de Wuhan,
capital de la provincia de Hubei, en China Central”, rezaban los diarios.
Portal tras portal se repetía la noticia: “virus nuevo…China…Wuhan…”. La cosa
era importante, aunque China estaba muy lejos de la Argentina, me dije.
Retomé el libro azul y me recosté en sus páginas.
Amaba los dibujos de Solano López, que había conocido en la vieja “Nippur
Magnum”, con cuyas páginas soñé mi adolescencia en la lectura de la serie
“Águila Negra”, grupo de soldados polacos, héroes anónimos y colectivos de la
Segunda Guerra Mundial, cuyas peripecias son contadas por uno de sus
integrantes ya anciano, Ilia Potocky. Los trazos del viejo Solano López eran
perfectos, no dibujaban figuras, dibujaban historias atrapantes y emotivas. Invitaban
a una lectura persistente y fiel, sea la historia que fuere. Por esa serie
llegué a “El eternauta”.
Batalla de “River
Plate”. No soy de River, pero como me hubiera gustado que esa lucha hubiera
sido en el “Libertadores de América”. El hincha que llevamos adentro. Leía lo
de la máquina de alucinaciones y de forma automática pensé en el poder de los
medios de comunicación, en la televisión, en la radio, diarios que distorsionan
la información y nos venden anteojos con su sello: vemos “Cascarudos”. La
lectura se volvía interesante y comenzaba a amar a Juan Salvo. Paola anuncia la
visita de un amigo entrañable. Fin de la lectura, hasta otro momento.
Nuevo año. Enero, febrero. La televisión anuncia
nuevos casos del COVID-19 en otros países. Un caso en Brasil. Está cerca.
Marzo, martes 3, primer caso en la Argentina. En casa todos comenzamos a pensar
según nuestra cosmovisión del mundo: Paola, evangelista activa, comenta que es
un castigo de Dios por todo lo malo que el hombre hace con el planeta y con sus
semejantes, por tanta violencia; Tomás concuerda con ella. Sofía, más racional,
pregunta qué otras pestes grandes hubo a lo largo de la historia. Pienso en la
gripe española de 1918, en el ébola del ‘76, la gripe aviar del 2004 o la gripe
A de 2009, que son las más recientes. Pero la fiebre amarilla que azotó Buenos
Aires entre los años de 1850 y 1870 fueron devastadoras para la población
porteña, le comento. Sofía ama la historia. Desea estudiar arqueología, me
dice. Pienso en cómo el mundo se convulsiona cuando aparece, cada tanto, algo
que sacude la modorra del hombre. ¿Solo las pestes matan? Pienso en el hombre contra el hombre, pienso en
Hobbes: “Lupus est homo homini”. Las guerras mundiales y las pestes actuaron
como equilibrios demográficos en otras épocas. Ya no hay guerras importantes,
solo quedan las pestes y el desastre ecológico. Sofía comenta que una profesora
habló de una historieta escrita en los cincuenta donde una extraña lluvia de
aparentes copos de nieve obliga a la gente a quedarse recluida en su casa,
porque al salir, esta muere en forma automática. “El eternauta”. Había olvidado
su lectura desde diciembre.
Vuelvo a la lectura de Oesterheld y descubro en cada palabra, en cada párrafo un susurro,
un mensaje. El aislamiento obligado de Juan Salvo y sus amigos los lleva a
reafirmar valores olvidados en el hombre como la amistad, la confianza, la
solidaridad o el valor de la vida. Han descubierto que la “Unión hace la
fuerza” y que el verdadero héroe, es el héroe colectivo. Leo las escenas y leo
mi vida. Descubro que ciertos momentos son irrecuperables. El COVID-19 está
entre nosotros. Me detengo a mirar por más de una hora la imagen de mi hija más
pequeña Frida: es una realidad su casita del árbol, antigua deuda a mi casi
quinceañera hija Sofía. Esta situación ha desarrollado en muchos el deseo de
volver a la naturaleza, de ser niños nuevamente. Descubro día a día el valor de
un abrazo y la cara más fea de la soledad. Pienso en la nieve sobre Buenos
Aires y sonrío. En Buenos Aires nevó en 1918 y en el 2007. Hoy llueve una
amenaza microscópica en todo el mundo, en Chaco. Esta novela en historieta me
obnubila con sus metáforas, con sus mensajes cifrados, con su poesía. La
claridad con que algunas imágenes vienen a mi mente me asusta. La muerte
igualadora. Termino exhausto. Me voy a dormir.
26 de abril del 2020. Tercera etapa de cuarentena. Me
he gastado las opciones en netflix.
He fatigado libros que esperaban su lectura, he dibujado, he pintado y
escuchado música. Por mis sueños veo a “Néstor” con su traje de Eternauta.
“Nestornauta”. ¿Podremos viajar en el tiempo algún día? Escucho alguna broma de
barbijos. Nos han privado de ver la belleza de los labios y los hoyuelos de la
cara. El virus ¿mata a las personas o mata las intenciones, los sueños? ¿Están
a salvo nuestra felicidad y nuestra tranquilidad? Pienso en Orson Welles y en
Orwell, en Arthur Clarke. Los momentos que se escurren lentamente como agua
entre las manos. Pienso en “Cosme”, mi viejo, luchando contra un cáncer de
próstata, pienso en “Favalli”. A mi viejo siempre le gustó la electrónica.
Pienso en “los ríos que van a dar en la
mar que es el morir…”, lecturas del profesorado. Me pregunto si esta
pandemia no será ni más ni menos que una historieta para adelantar, en forma de
metáforas reales, nuestro final. Nos obliga a recurrir al amor, a la amistad,
al cariño de los hijos y a la paciencia de los padres ancianos. ¿Será quizá el
argumento o excusa de un ser superior que nos tira la oreja por los desastres
que cometemos en el mundo? Nos abraza delicada y lentamente con su mano en
nuestro hombro para susurrarnos al oído que la vida es otra cosa, no este
desperdicio en el que estamos enterrado hasta las botas. Que no somos nada sin
la humildad, sin la humanidad.
Juan Salvo. Nombre original si los hay. Da idea de
salvación, de predica evangelista. Pero evidentemente Oesterheld avisaba a
través de su historieta el destino de sobreviviente que tenemos aquí en la
tierra. “Los 100”, una serie de ciencia ficción que me atrapó en estos últimos
tiempos, me viene a la memoria. Cien jóvenes que son mandados desde una
estación espacial a la Tierra para ver si era habitable después de un
holocausto nuclear, ya que en la estación espacial se estaban quedando sin
oxígeno. ¿Se nos acaba el “oxigeno”? La verdad que cuando uno piensa en la
muerte, el futuro de vuelve difuso, raro. Esta pandemia que nos cruza un azote
en el medio de la espalda, bofetada en el medio de la cara, nos está gritando algo
importante. Miro los dibujos de Solano López y descubro en sus viñetas objetos interiores
cálidos y queridos: las cartas de truco (uno de los pocos juegos de azar que
siempre me gustaron, por esa psicología), las calles con sus nombres, el estadio
de River, el Congreso, las personas de carne y hueso. Esta lectura me acerca a
las cosas queridas, lectura imposible sin la aparición de este virus. Estas
páginas y esta cuarentena me han devuelto la vista para ciertas imágenes, que
la rutina, las obligaciones y la vertiginosidad de estos tiempos se ocuparon de
cegarlas. La verdad no sé si este descubrimiento me vuelve más sabio o más
miserable, solo sé que me desarma por completo y me obliga a revisar la rutina
de la vida, de mi vida.
Veintisiete de abril. La ciencia ficción me acorrala.
“El eternauta”, el COVID-19, desempolvé “La
zona muerta” de Stephen King, esta madrugada del 29 de abril pasa un
asteroide cerca de la Tierra… ¿Qué película estamos observando? Sonrío y
sospecho que la ficción tiene mucho de esto, que no lo es. Por mi cabeza corren
ideas, deseos y sueños, agolpándose como chúcaros potros por salir. El tiempo,
ese cruel señor que no se detiene, entabla una eterna carrera circular detrás
de mi silla. No tengo miedo. Tengo ansiedad. Son momentos en que busco
ardientemente ese aleph del que hablaba Borges para ver el mundo en un punto,
para percibir la sensación de lo inconmensurable.
Nunca podré entender que fue lo que me llevó a la
lectura del “Eternauta”, me pregunto. Lo cierto es que esa inicial lectura
marcó un camino de luz hacia las cosas que vendrían. No creerán que comulgo con
ideas proféticas, de videntes y demás yerbas, solo digo que tomar el libro no
fue deliberado. Hoy lo siento de esa manera. Las batallas interiores son
importantes pero las cotidianas demuestran nuestro verdadero valor. Lo demás,
lo decide el tiempo.
F.M. 18 mayo
2020